
La Olimpiada es una oportunidad que China no perderá para mostrar al mundo su mensaje de potencia consolidada.
Al mismo tiempo, muchos reclamamos respeto a los derechos humanos. La Unión Europea está comprometida con este objetivo a través de un diálogo constructivo cuyos ejes son libertad de expresión y la situación tibetana.
El Tibet, que me recuerda mucho al Sahara Occidental, es un territorio invadido por una potencia vecina ante la pasividad internacional. Hoy, como en el Sahara, Tibet sigue cerrado a cal y canto a la prensa extranjera y la masa de inmigrantes chinos hace peligrar cultura e identidad locales. Los tibetanos, al menos los recibidos en el Parlamento Europeo, nos aclararon esta semana algunos malentendidos sobre sus peticiones que parecen moderadas: buscan una simple autonomía dentro de la República Popular China que cuente con un mecanismo garante de que su etnia no será minoría en su propio territorio para preservar cultura y forma de vida tradicional.
La libertad de expresión sigue, por otro lado, muy controlada en China. Los expertos nos explicaron complejos sistemas de control por ordenador de las comunicaciones privadas que empresas europeas están desarrollando en China, de tal forma que el espionaje no es individualizado- un policía escuchando una conversación- sino en masa, un ordenador controlando miles de conversaciones. Mi compañero, el diputado Antolín Sánchez Presedo ha denunciado la ley, llamada "orden num. 5", que prohíbe a los monjes budistas reencarnarse sin permiso del gobierno pues solo los monasterios chinos pueden pedir permiso de reencarnación. Da miedo.
La plena integración de China en el mundo, con el protagonismo que va a asumir, ha de ir acompañada del desarrollo de los derechos humanos.
Otra cosa, el boicot orquestado que ha tenido la llama olímpica que es claramente hipócrita, provocador, desmesurado e injusto hacia un gran país que, pese a todo, bien se esfuerza en abrirse y merece unos Juegos Olímpicos humanos, imagen de su capacidad organizativa.