Estaba deseando que llegara Eloina, perdida de Oviedo a
Jerez.
Era preciso que apareciese antes de cinco o diez minutos para ver el fenómeno en todo su esplendor.
Quería que irrumpiese en la habitación encontrándose, a través del ventanal, con lo nunca visto en los atardeceres de Salinas, el sol muriéndose sobre el mar atlántico, justo enfrente.
Mi memoria no recordaba, en sus adentros, semejante cosa.
Tantos años de asturianía cantábrica me habían enseñado que el astro rey jamás se pone al Norte. Sale por el Este, por donde incluso una vez llegamos a darnos con un eclipse lunar.
Los haces del Faro Peñas, por encima de San Juan, repiten, insistentes, que aquel es el camino matutino al que le hacen, en intermitencia, triple nocturna reverencia. Luego el Sur, que buscan las construcciones y, más luego todavía, el crepúsculo, por detrás de la Peñona o, con más voluntad andarina, de la Playa del Cuerno, llamada también del Diablo. Jamás el sol en el centro de la playa, dispuesto a morir centrado al horizonte.
Y esa visión gaditana nunca vista, que me lleva a confundir el Norte con el Sur aunque sepas que es el Oeste, estuve reteniéndola un rato para que llegase Elo, siempre tan añorante del mar de Salinas, y se rompiesen todos sus recuerdos estivales con nuevos enigmas como a mí me estaba sucediendo.
García Montero describió una puesta de sol en Punta Candor, que debe estar cerca, donde el público aplaudía la belleza del sucedido.
No sé dentro de mí mismo nada de semejante evasión del sentido crepuscular ni creo haber visto parecido arrogante compás, móvil de luz. En alguna parte, Alberti habrá dejado testimonio. Sin embargo, sus atardeceres no rompían el sentido de la brújula convencional, pues desde siempre habrá contemplado y disfrutado de la misma quietud solar. Lo nuestro es distinto, en Cádiz, nos extasiamos ante un sol que, por primera y única vez, no está donde solía.
A la vez, los dos recordamos un maravilloso amanecer bañándonos en Benicasim. La lámina de agua rebotaba con los rayos del Este, pero en Cádiz era el mundo al revés. Ahí sí que era otro Alberti, con la paloma confundida pero el poeta versificaba desde lejos. No era el pájaro el que se despistaba, el marinerito en tierra nunca se atrevió a decir que el sol era el mismo generador del equivoco, el que ignoraba su función cotidiana para mostrarse como Norte, en el centro de la concha de la playa. Alberti sabía de los puntos cardinales que ahora Elo y yo mixtificamos por la fuerza de nuestro pasado.
Elo no llegó al instante cumbre de la puesta porque el fenómeno la sorprendió en la puerta del Hotel, junto a una terraza que le permitió sentarse a contemplar el Sol al Norte, apurándolo, segura de que yo hacía lo mismo. De movernos ambos perderíamos el encanto. Si subía se lo perdería en un vulgar ascensor, lo mismo si fuese yo el decidido a bajar.
No alcanzaba mi memoria, en efecto, que yo lo hubiese visto jamás antes. En Virgen Gorda quizá estuvimos en una posición parecida pero algo fallaba que no me confundía, quizá la amplitud de la bahía gaditana, en la Caleta, tan abierta como Salinas, tan igual en la playa, o algún otro referente que se prestaba a equívoco que alcanzo por primera vez cuando he cumplido el capicúa del 66, numerología que nada me trajo en todo el año hasta este momento gaditano.
En Manhattan, el Hotel, tanto el Saint Moritz como el Plaza, ambos ya desaparecidos, tenía debajo Central Park. El sol, en su agonía, peinaba los árboles pero la ausencia del mar no nos despistaba. En Acapulco sí debimos ver el Pacífico de forma similar al Atlántico gaditano, pero, recién casados, quizá nuestro entusiasmo en nosotros mismos haya borrado el recuerdo del horizonte vespertino. En Tampa, la península de Florida miraba al Oeste y, o no me fijé o, más probablemente, el Hotel me orientaba y/o desorientaba para otro lado.
Aunque carezca de antecedentes en mi propia memoria, sé que con mi vocación de eternidad está la virtud de intuir, o desear, lo que vivirán mis nietos, o, invirtiendo el sentido de la genealogía, lo visto por mis antepasados, sobre todo los que, siendo más próximos, me han transmitido sus recuerdos; sentimientos descritos, sintetizados y comprimidos, en palabras que quedan sobre el alma, dispuestas a traducirse en recuerdo personal propio, deshelado con cualquier catalizador del paisaje, por ejemplo, el atardecer otoñal de Cádiz.
Sé que mi madre y mis abuelos vieron esa misma posición del sol desvanecerse en Figueira da Foz.
Quisieron, entonces, buscar el rayo verde que los pescadores portugueses aseguraban podía producirse a la caída del sol. El bisabuelo Floro, que tanto había pescado en amaneceres y atardeceres de Santurce tuvo esa experiencia y quería que sus nietas fueran bautizadas por un privilegio de luz solo reservado para quienes saben contemplar, pacientes la mar océana, tarde tras tarde. El tiempo y la calma del otoño del 36 no les faltó, pero quizá fuera porque la cercana lejanía de la España en guerra les turbaba el ánimo demasiado o porque el mar solo reserva sus efectos caleidoscópicos de forma caprichosa y no tocaba para ellos entonces, mi madre nunca recibió ese rayo mágico.
Yo sigo sin verlo, aunque vecinos de Figueras sí me hablaron y Don Rafael Altamira lo considera casi patrimonio del Norte, de su San Esteban de Pravia o aledaños. Es decir no al Oeste de Portugal precisamente.
Julio Verne le dedicó una novelita de amor y prodigios.
Verne...verde que te quiero verne
En cualquier caso, en Cádiz hemos vivido instantes de quieta felicidad, anímicamente descolocados por el Sol y su giro extraño. Descolocados porque bien sabíamos del cole sobre los movimientos de rotación y traslación del globo terráqueo.
En cualquier caso, igual son los astrónomos, y hasta el mismo Galileo, los confundidos y nosotros, Elo y yo, los que, a contracorriente intelectual, podamos asegurar que hemos visto el Sol acostarse marcando el Norte, lo que siempre fue Norte, en nuestra tierra verde.
Un rato antes, Elo se había perdido, estábamos los dos, viendo, desnortados, lo que había sido nuestro Norte ancestral veraniego.
Era preciso que apareciese antes de cinco o diez minutos para ver el fenómeno en todo su esplendor.
Quería que irrumpiese en la habitación encontrándose, a través del ventanal, con lo nunca visto en los atardeceres de Salinas, el sol muriéndose sobre el mar atlántico, justo enfrente.
Mi memoria no recordaba, en sus adentros, semejante cosa.
Tantos años de asturianía cantábrica me habían enseñado que el astro rey jamás se pone al Norte. Sale por el Este, por donde incluso una vez llegamos a darnos con un eclipse lunar.
Los haces del Faro Peñas, por encima de San Juan, repiten, insistentes, que aquel es el camino matutino al que le hacen, en intermitencia, triple nocturna reverencia. Luego el Sur, que buscan las construcciones y, más luego todavía, el crepúsculo, por detrás de la Peñona o, con más voluntad andarina, de la Playa del Cuerno, llamada también del Diablo. Jamás el sol en el centro de la playa, dispuesto a morir centrado al horizonte.
Y esa visión gaditana nunca vista, que me lleva a confundir el Norte con el Sur aunque sepas que es el Oeste, estuve reteniéndola un rato para que llegase Elo, siempre tan añorante del mar de Salinas, y se rompiesen todos sus recuerdos estivales con nuevos enigmas como a mí me estaba sucediendo.
García Montero describió una puesta de sol en Punta Candor, que debe estar cerca, donde el público aplaudía la belleza del sucedido.
No sé dentro de mí mismo nada de semejante evasión del sentido crepuscular ni creo haber visto parecido arrogante compás, móvil de luz. En alguna parte, Alberti habrá dejado testimonio. Sin embargo, sus atardeceres no rompían el sentido de la brújula convencional, pues desde siempre habrá contemplado y disfrutado de la misma quietud solar. Lo nuestro es distinto, en Cádiz, nos extasiamos ante un sol que, por primera y única vez, no está donde solía.
A la vez, los dos recordamos un maravilloso amanecer bañándonos en Benicasim. La lámina de agua rebotaba con los rayos del Este, pero en Cádiz era el mundo al revés. Ahí sí que era otro Alberti, con la paloma confundida pero el poeta versificaba desde lejos. No era el pájaro el que se despistaba, el marinerito en tierra nunca se atrevió a decir que el sol era el mismo generador del equivoco, el que ignoraba su función cotidiana para mostrarse como Norte, en el centro de la concha de la playa. Alberti sabía de los puntos cardinales que ahora Elo y yo mixtificamos por la fuerza de nuestro pasado.
Elo no llegó al instante cumbre de la puesta porque el fenómeno la sorprendió en la puerta del Hotel, junto a una terraza que le permitió sentarse a contemplar el Sol al Norte, apurándolo, segura de que yo hacía lo mismo. De movernos ambos perderíamos el encanto. Si subía se lo perdería en un vulgar ascensor, lo mismo si fuese yo el decidido a bajar.
No alcanzaba mi memoria, en efecto, que yo lo hubiese visto jamás antes. En Virgen Gorda quizá estuvimos en una posición parecida pero algo fallaba que no me confundía, quizá la amplitud de la bahía gaditana, en la Caleta, tan abierta como Salinas, tan igual en la playa, o algún otro referente que se prestaba a equívoco que alcanzo por primera vez cuando he cumplido el capicúa del 66, numerología que nada me trajo en todo el año hasta este momento gaditano.
En Manhattan, el Hotel, tanto el Saint Moritz como el Plaza, ambos ya desaparecidos, tenía debajo Central Park. El sol, en su agonía, peinaba los árboles pero la ausencia del mar no nos despistaba. En Acapulco sí debimos ver el Pacífico de forma similar al Atlántico gaditano, pero, recién casados, quizá nuestro entusiasmo en nosotros mismos haya borrado el recuerdo del horizonte vespertino. En Tampa, la península de Florida miraba al Oeste y, o no me fijé o, más probablemente, el Hotel me orientaba y/o desorientaba para otro lado.
Aunque carezca de antecedentes en mi propia memoria, sé que con mi vocación de eternidad está la virtud de intuir, o desear, lo que vivirán mis nietos, o, invirtiendo el sentido de la genealogía, lo visto por mis antepasados, sobre todo los que, siendo más próximos, me han transmitido sus recuerdos; sentimientos descritos, sintetizados y comprimidos, en palabras que quedan sobre el alma, dispuestas a traducirse en recuerdo personal propio, deshelado con cualquier catalizador del paisaje, por ejemplo, el atardecer otoñal de Cádiz.
Sé que mi madre y mis abuelos vieron esa misma posición del sol desvanecerse en Figueira da Foz.
Quisieron, entonces, buscar el rayo verde que los pescadores portugueses aseguraban podía producirse a la caída del sol. El bisabuelo Floro, que tanto había pescado en amaneceres y atardeceres de Santurce tuvo esa experiencia y quería que sus nietas fueran bautizadas por un privilegio de luz solo reservado para quienes saben contemplar, pacientes la mar océana, tarde tras tarde. El tiempo y la calma del otoño del 36 no les faltó, pero quizá fuera porque la cercana lejanía de la España en guerra les turbaba el ánimo demasiado o porque el mar solo reserva sus efectos caleidoscópicos de forma caprichosa y no tocaba para ellos entonces, mi madre nunca recibió ese rayo mágico.
Yo sigo sin verlo, aunque vecinos de Figueras sí me hablaron y Don Rafael Altamira lo considera casi patrimonio del Norte, de su San Esteban de Pravia o aledaños. Es decir no al Oeste de Portugal precisamente.
Julio Verne le dedicó una novelita de amor y prodigios.
Verne...verde que te quiero verne
En cualquier caso, en Cádiz hemos vivido instantes de quieta felicidad, anímicamente descolocados por el Sol y su giro extraño. Descolocados porque bien sabíamos del cole sobre los movimientos de rotación y traslación del globo terráqueo.
En cualquier caso, igual son los astrónomos, y hasta el mismo Galileo, los confundidos y nosotros, Elo y yo, los que, a contracorriente intelectual, podamos asegurar que hemos visto el Sol acostarse marcando el Norte, lo que siempre fue Norte, en nuestra tierra verde.
Un rato antes, Elo se había perdido, estábamos los dos, viendo, desnortados, lo que había sido nuestro Norte ancestral veraniego.
13 comentarios:
Bello
S.P.A
Bello, ciertamente bello.
EMV.
Muy bonito Antonio. Con ese aliento poético tan norteño, mas dramático que lírico, sin mariconadas y cursilerias. Así me gusta verte. En forma.
Un abrazo desde aquel Madrid que ve caer la tarde a través de las calles que van hacia Moncloa.
Ángel
Antonin:Esta puesta de sol de Cádiz,es lo que a nosotros nos tiene enganchados desde hace muchos años,es inconmensurable.mi experiencia en puestas de sol te puedo decir que después de la de Cayo Largo,al sur de Miami no conozco otra parecida.Hablo desde mi experiencia.En cuanto al rayo verde,dificilísimo atraparlo,existe y tanto mi mujer como un servidor lo vimos dos veces.Pero ojo para tener la suerte de verlo,tienes que fijarte. Directamente en el sol cuando desaparece,no en el mar que ,que es lo generalmente hace la gente.El otro día salió en la tele una foto que les mandaron desde,creo Pontevedra,en la que se veía perfectamente el rayo verde.Un abrazo
G.V
Marisa y yo vimos el rayo verde en Menorca.Emilio
Precioso relato y preciosa declaración de amor
C.P.A.V
Muchas gracias! Sigues en forma. Muy bueno.
Besos, para los dos.
E y L
Sî q es amor
ASP
Gracias Antonio por tan lirico relato. La luz de Andalucía siempre es un aliciente para acudir y mas aún si se trata para tan nobles asuntos. Es curioso que las banderas de Asturias, fondo azul cielo y la de Andalucía, dos franjas verticales verdes, simbolicen en ambas lo que les falta y aspirarían a disponer en mayor cantidad, el azul del cielo despejado en Asturias y el verde de los prados en la Andaluza.
Saludos cordiales.
F.L
ANTONIO, HE LEÍDO TU RELATO, TE FELICITO, A MI MODESTO ENTENDER, ESTÁ, FRANCAMENTE BIEN. ME HA RECORDADO EL MAPA DE ESPAÑA QUE, HACE MUCHOS AÑOS, ESTANDO YO EN LVA, NOS DIBUJÓ MARISCAL EN UNA SERVILLETAS DE PAPEL, EN EL BAR AMERICANO DEL HOTEL DE LA RECONQUISTA (POR CIERTO, YA DESAPARECIDO, EN UNA TROPELÍA DE LA CADENA MELIÁ), Y QUE NOS SIRVIÓ PARA PUBLICAR UN PÓSTER CON ÉL. EN EL CITADO MAPA, ESPAÑA ESTABA AL REVÉS, O SEA QUE, SEGÚN SU VERSIÓN, TU VISIÓN COINCIDÍA CON LA DEL DISEÑADOR Y ARTISTA.
MUCHOS RECUERDOS, UN ABRAZO
JOAQUÍN
OH, East is East, and West is West, and never the twain shall meet
De Kipling
En "El último día de Terranova",pag 206:Soy de Cádiz,dijo,yo también padezco algo de horizontes
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