Muy pocos casos se darán de una mujer que haya sido esposa y madre de sendos alcaldes de su ciudad. Sin embargo, y en cierto modo a su pesar, esto fue lo que aconteció con Carmen Hidalgo Álvarez, viuda de Valentín Masip Acevedo (1918-1963), alcalde de Oviedo de 1957 a 1963, y madre de Antonio Masip Hidalgo, político del PSOE nacido en 1946, hoy diputado europeo y que ostentó el mismo cargo de 1983 a 1991. Carmen Hidalgo nace en 1918 y su raíces familiares provienen de La Rioja y de Sama de Langreo. Riojanos eran sus abuelos paternos, aunque afincados después en Bilbao, donde su abuelo Florentino fue profesor y director de la Escuela Naval de Santurce. El hijo de éste, Antonio, trabajará en un banco bilbaíno hasta que un tío suyo, Julián Hidalgo, primer director del Banco Herrero fundado por don Policarpo, le llama a trabajar en Asturias.
Antonio Hidalgo será primero director de dicho banco en Sama de Langreo, donde se casa con Lucía Álvarez. En esa localidad nace en 1921 Carmen Hidalgo, que al contar un año de edad se traslada con su familia a Oviedo, donde su padre será sucesivamente subdirector, director general y vicepresidente del consejo de administración del Banco Herrero.
Las lágrimas de su madre, monárquica, por la llegada de la II República y la huida con su familia durante la Revolución de Octubre de 1934 serán episodios que a aquella niña y adolescente le quedarán grabados. «Mi madre falleció comulgando y rezando por el rey Alfonso XIII, que ya había muerto», evoca sobre el primer suceso, y «de noche, desde Las Segadas, todo Oviedo era como una hoguera, todo rojo, rojo», respecto a los sucesos revolucionarios. La experiencia del 34 conduce a sus padres a llevarla a un internado en Salamanca, con las Esclavas del Sagrado Corazón. Después, intuida la inminencia de hechos trágicos, pasa sucesivamente con su madre y sus hermanas a Portugal, León, Salamanca de nuevo, y Ribadeo. Acabada la contienda trabaja en el Auxilio Social, «que hizo una buena labor con niños y mujeres, y lo digo pese a no haber tenido inclinación hacia la Falange». Hacia 1942 conoce y se hace novia de Valentín Masip, que había vuelto de la guerra con numerosas condecoraciones. Se casan en 1945 y él desempeña su profesión de abogado con fama de eficiente y magnífico orador forense.
«No nos interesaba la política, pero Valentín se vio empujado a ser alcalde», evoca Carmen Hidalgo al rememorar el año 1957, cuando, después de diversas consultas, el gobernador Marcos Peña Royo, dependiente del ministro Camilo Alonso Vega, le designa para la Alcaldía ovetense. Su labor en el Ayuntamiento fue extensa e intensa. Diversas urbanizaciones de zonas sin desarrollo se ejecutan entonces (Campo de Maniobras, la Argañosa -donde su nombre adornará mas tarde una avenida-, plaza de América, etcétera). También se empeñará el Alcalde en solucionar los graves problemas de abastecimiento de agua, así como de resolver viejos pleitos expropiatorios que tenían atadas las manos de numerosos ovetenses. En varios edificios se dejará ver su huella por diversos motivos: la Escuela de Minas, la plaza de toros, el convento de Santa Clara, la Catedral...
Varias sacas fueron insuficientes para recoger todos los pésames que su familia recibió cuando la vida y actividad de Valentín Masip se vieron truncadas por un cáncer, en 1963. Pero había dejado una semilla: «Mi marido se preguntaba: "¿Para qué fui yo a la guerra? ¿Para esto?, porque vivía desencantado de Franco y de cómo había quedado políticamente el país tras la contienda, y eso fue lo que mis hijos escucharon desde niños en casa y por lo que quisieron conocer la otra parte de la realidad», comenta.
En efecto, su hija mayor, Mari Carmen, hubo de exiliarse en Francia al recibir presiones -incluso torturas en el caso de su marido- por parte del régimen, y su hijo Antonio iniciará la carrera política que le llevará a la Alcaldía ovetense, además de otros cargos de representación. «Pero mi hijo tuvo una oposición municipal que no le permitió llevar a cabo muchos proyectos; no obstante, ni con su padre ni con él metidos en la política estuve a gusto», reflexiona hoy Carmen Hidalgo al dictar sus «Memorias» para LA NUEVA ESPAÑA.
De Santurce a Oviedo. «Nací el 18 de enero de 1921, en Sama de Langreo, donde mi padre, Antonio Hidalgo, era director del Banco Herrero y había conocido a mi madre, Lucía Álvarez. La familia de mi padre era de La Rioja y mi abuelo paterno, Florentino, había estudiado Filosofía y Letras en Madrid. Al terminar le surgieron varias oportunidades, una de ellas en Grecia, porque estaba especializado en griego y otras lenguas. Aquel trabajo era algo importantísimo para un chaval que terminaba la carrera, pero decidió no aceptar y marcharse a Bilbao, concretamente a Santurce, a la Escuela Náutica, donde fue profesor y director muchos años. Decidió aquello porque la pesca le volvía loco y en Santurce podía tener su barca y salir a la mar. En Bilbao nacieron todos mis tíos, salvo mi padre, que era el mayor y nació en Madrid, aunque al año o así mis abuelos ya se fueron a Santurce. A comienzos del siglo XX, Policarpo Herrero había fundado su banca en la calle Magdalena de Oviedo y al querer convertirla en Banco Herrero tuvo un problema: no encontraba ninguna persona para ponerla al frente, como director, y los que ya estaban colocados en Madrid no querían moverse a otras provincias. Pero tenía bastantes conocidos y uno de ellos, del Banco Alemán en Madrid, le dijo: "Espérese usted un momento porque aquí suele venir un chico que trabaja en otro banco y es sumamente inteligente y a mí me gusta muchísimo; voy a presentárselo a ver qué dice usted". Y ese chico era Julián Hidalgo, también de La Rioja y hermano de la madre de mi padre, es decir, tío suyo y tío abuelo mío. Total, que le gustó también a don Policarpo y se vino a Oviedo para ser el primer director del Banco Herrero».
Comercio de coloniales. «En aquel entonces mi padre trabajaba en un banco de Bilbao y al cabo de un tiempo le escribió una carta al tío Julián en la que le explicaba que donde estaba había directivos muy jóvenes y no había posibilidades de prosperar. Y como en Oviedo necesitaban personal, Julián se lo comentó a don Poli (así le llamaban), que le dijo que viniera a verle. Total, que lo mandaron a Sama de Langreo como director y allí se casó con Lucía Álvarez, cuando ella tenía 18 años. Mi madre era hija de Tomás Álvarez, que tuvo un almacén y comercio de coloniales y con el que logró hacer dinero. Así pudo hacer algo que entonces no era frecuente: mandar a sus hijos a estudiar francés. Era un hombre con visión de futuro. También tuvo bastantes tierras por un sitio y por otro. Un año después de nacer yo, mis padres se vinieron y, como mi madre era la última de los hijos, el abuelo Tomás, que estaba viudo, se vino con nosotros. Mi abuela materna había muerto durante la gran gripe de 1918, al igual que otros familiares, como los padres de una tía política mía: a él le estaban enterrando y ella se estaba muriendo».
La placa de Fermín Canella. «Al venir a Oviedo mis padres vivieron al comienzo en las Casas del Cuitu, donde casualmente había nacido el que sería mi esposo, Valentín Masip. Tengo entendido que a veces salíamos a la vez a la calle, pero no le conocí entonces. Después fuimos a vivir al número 9 de la calle Fruela, en un edificio que todavía existe. Hay una anécdota divertida de esa casa. Vivíamos en el primer piso y en el segundo había vivido Fermín Canella. Era verano y la costumbre entonces es que, al salir de vacaciones, todo se tapaba: se ponían fundas en los muebles y se cubrían los cuadros y hasta las lámparas. Así estaba nuestra casa y un día tocan el timbre a las nueve de la mañana. El aña que cuidada de mi hermana y de mí avisa a mi madre de que había abierto la puerta y se había encontrado con un montón de autoridades y hasta el señor obispo. Venían a descubrir la placa colocada justo en el primer piso, donde continúa. Mi madre, que estaba en bata y sin arreglar, le dijo: "Pues nada, que pasen, que pasen, pero no puedo salir a recibirles". Y allí entraron, en la sala de casa cubierta de sábanas. Mi hijo Antonio encontró una foto de aquel día en la que se ve en un balcón a la aña y a mí, y en el otro balcón a las autoridades mirando cómo descubrían la placa. Era el año 1926».
Llanto por la Monarquía. «Llegó después el momento en el que construyeron el nuevo edificio del Banco Herrero, en la calle Principado esquina Fruela, una obra del arquitecto Manuel del Busto. Y se inauguró, pero quedó pequeño enseguida y entonces compraron dos edificios más de Fruela, que estaban entre el banco y el nuestro, que también adquirieron por si hacía falta un día ampliar más el edificio. Entonces, nosotros fuimos dos años a vivir a la calle Milicias Nacionales. Mi madre tenía un hermano mayor que era arquitecto, Jesús Álvarez, y colaboró con Busto en la ampliación. Se emplearon maderas de caoba y mármoles de Carrara en el patio de operaciones y esa parte del edificio costó 500.000 pesetas. Estábamos viviendo en Milicias Nacionales cuando se proclamó la II República y lo recuerdo con horror porque mi madre era muy monárquica, y una tía mía, la mujer del arquitecto, que vivían en el mismo edificio, también lo era. Empezaron a pasar camionetas con personas que llevaban la bandera tricolor y levantaban el puño. La gente iba mal vestida, pero también porque eran años de crisis y pobreza. Tener paraguas o una gabardina era un lujo, o andar con una trinchera. Mi madre tenía una muchacha que un día le contó: "Ay, salí a la calle y vi que un hombre con una trinchera me miraba mucho". "Pues no le hagas caso porque ese va a querer otra cosa de ti, que eres muy guapa". Así que recibimos la República con mi madre y mi tía llorando. A una niña le impresionaba todo aquello y recuerdo que mi madre murió comulgando y rezando por el rey Alfonso XIII, que ya había muerto».
Insultos en la Escandalera. «De allí pasamos a vivir al banco, donde nos dieron una vivienda muy grande, tanto que teníamos hasta un columpio en un pasillo. Mi padre era ya el director general; lo fue muy pronto porque mi tío Julián vio que había caído muy bien y como la esposa de este tío era madrileña y le tiraba volver, él cogió otro trabajo en Madrid, como director de la Fosforera. Así que Julián estaba quince días aquí y quince allá. En ese momento fue cuando mi padre pasó de subdirector a director general, y más tarde fue vicepresidente del consejo de administración. Fuimos tres hermanas: dos muy seguidas, Carmen y Etelvina, y Lucía, que nació en 1935. Etelvina falleció hace dos años y era conocida como Lelé, pintora; de ella conservo varios cuadros. De niñas íbamos al Colegio de las Ursulinas y al pasar por la plaza de la Escandalera la atravesábamos corriendo porque había mal ambiente e insultos de la gente que se juntaba allí».
Mineros de buen corazón. «En octubre de 1934 estalló la Revolución de Asturias y mandaron al banco a dos guardias civiles para defenderlo. Aquello no era nada contra todos los mineros, y mi padre nos dijo que tenía que marchar de casa porque iban a pensar que él podía abrir la caja y no era así, ya que eran los cajeros los encargados. Pero, ¿quién les metía eso en la cabeza a los mineros? Por lo tanto, él podía tener problemas y fue cuando huimos por los tejados porque por la calle no se podía andar. Ya había tiroteos. Salimos hacia la casa de al lado, donde un amigo de mi padre, Juan Fernández, tenía un almacén y una tienda que se llamaba La Panoya y que daba a la calle Suárez de la Riva. En el banco vivíamos tres familias Hidalgo porque mi tío Julián los había ido trayendo a trabajar en vista de que mi padre había funcionado bien. Eran Fernando Hidalgo, que tenía tres hijas; Enrique Hidalgo, que también fue subdirector del banco, y mi padre. Las hijas éramos todas niñas y recuerdo que salimos al tejado llevando una bolsa o algo con comida. Nos metimos en la casa de este amigo de mi padre, que tenía siete hijos. Como acababan de llegar del veraneo no tenían nada en la despensa. Repartimos los que llevábamos nosotras, pero haciendo unas tortillas se acabó casi todo y al día siguiente quedamos a la luna de Valencia. No se podía salir a por más y nos daban un té que me sabía muy mal. Pero bastante habían hecho con acogernos. Oíamos disparos fuera y entonces vino alguien a decirnos que los mineros ya estaban en el portal. Mi madre, que como digo era de Sama, nos dijo: "No os mováis y no os preocupéis; bajo yo, que conozco a los mineros y tienen buen corazón". Bajó y no sabemos qué les dijo, pero los convenció de que nos sacaran y nos llevaran a casa de la lechera que nos servía, porque había niños pequeños, alguno de biberón. Efectivamente salimos y uno de los mineros dijo: "Respondo yo de todos ustedes". Como íbamos con lo puesto, mi padre nos dijo que cogiéramos algo en el almacén, que él ya lo arreglaría después. Cogimos zapatillas de cuadros y unas chaquetas de borra y salimos todo el grupo con los milicianos».
Los jamones de Brígida y Canuto. «Mi padre llevaba a uno de los niños pequeños en brazos, al igual que otros hombres. Yo era la mayor de todas las niñas y a mí me cogió un miliciano de la mano. Al pasar por la calle del Rosal nos dijeron los mineros: "Está peligrosísima porque hay unos tíos disparando desde la torre de la Catedral, donde están escondidos los curas comiendo jamones estupendamente". Pasamos de prisa, pero creo que era dificilísimo que desde la Catedral alcanzaran esa calle. Nos dirigimos a la carretera de Las Segadas y en esto vienen unos en camiones y dicen: "Pero vosotros estáis locos; ¿a quiénes lleváis? Ésos son unos fascistas". Y los nuestros replicaron: "De éstos respondemos nosotros". Ya digo que no sé lo que les dijo mi madre, pero aquellos hombres se comportaron así y nos llevaron hasta la casa de la lechera, que estaba en un alto. Ella se llamaba Brígida y el marido Canuto. Tenían vacas y la lechería, y vendían leche a domicilio. Debajo de aquel lugar estaba la carretera y los milicianos habían montado un puesto. Decidieron subir a comer a casa de Brígida y de Canuto, que tenían jamones y se los zamparon todos. Estaba como los de la Catedral, como decían ellos. Allí estuvimos refugiados el tiempo que duró la revolución, una semana aproximadamente. Un día de aquellos comenzaron unas explosiones horrorosas. De noche todo Oviedo era como una hoguera, todo rojo, rojo. Eran las voladuras y los incendios en la calle Uría, en la Universidad, la Catedral. Era tal el resplandor que podías caminar alrededor de la lechería sin encender ninguna luz. El día que volaron el edificio del instituto, donde había estado el colegio de los Jesuitas, el viento trajo hasta nosotros las papeletas con las notas de los alumnos, con los aprobados y los suspensos. Mi padre recogió unas cuantas y a los que conocía se las dio después».
Internado en Salamanca. «Volvimos a Oviedo cuando nos avisaron de que la revolución había terminado. Estaba destruida y todavía se escuchaban los "pacos", algunos disparos. Y entraron los moros del Ejército. Recuerdo que tiempo después acompañé un día a mi madre, que era joven y guapa, y resultó que nos habían seguido varios de ellos y tuvimos que esperar en un portal a que se fueran. Después de la experiencia del 34 mi padre nos llevó internas a Salamanca. Allí había una religiosa que era de la familia Botas y nos fuimos allí con una hija de esta familia. Éramos varias de Oviedo y fuimos al internado de las Esclavas del Sagrado Corazón, un colegio que estaba en el alto de El Rollo. En 1936 volvieron las quemas de conventos y mis padres se pusieron nerviosos. Así que mi madre se fue entonces a Salamanca con nuestra hermana pequeña, que había nacido en 1935. Se alojó en un hotel y a nosotras nos sacaba del colegio por las noches para que durmiéramos con ella. Tenía miedo de que quemasen el convento. Antes de que estallara la guerra pasamos a Portugal en tren. No dejaban llevar más de 500 pesetas por persona, creo recordar. Nos registraron en la frontera. A mi madre le rompieron el abrigo y a mi padre medio lo desnudaron entre dos vagones del tren. Llegamos a Coimbra y nos alojamos en un hotel. Estando allí vinieron de Madrid las Esclavas del Sagrado Corazón, por el miedo a la quema de conventos. Alquilaron una quinta para tener allí a las niñas, que eran principalmente madrileñas. Estaba las hijas del naviero Aznar o las hermanas de Irujo, el primer marido de la duquesa de Alba. Dormíamos en colchones de paja y el colegio era un poco de campaña».
Una cruz en la carta. «Después nos fuimos a vivir a Figueira da Foz. Yo tuve un problema de estómago que ya había padecido antes, y mi madre le escribió a mi padre contándoselo. Mi padre estaba en el banco, en Oviedo, y al recibir esa carta se fue con un tío mío que era médico a ver al doctor que me había atendido años atrás, y que en ese momento estaba en Navia. Salieron los dos en el coche de mi padre y en esto estalló la guerra, con lo que en un sitio les paraban los de un bando y en otro los del contrario. Ellos explicaban por qué estaban de viaje y enseñaban la carta de mi madre. En un momento dado se quedaron sin gasolina y tenían que ir a por ella a un comité. Les dieron la gasolina, pero allí había una mujer que dijo que había que detenerlos. Salieron por pies y lograron huir. Después llegaron a Galicia y se las agenciaron para pasar a Portugal. En la frontera les detuvieron en otro control y volvieron a explicar el motivo del viaje y que llevaban medicinas para una hija. También enseñaron la carta de mi madre, que tenía la costumbre de antes de poner una cruz arriba. Y resulta que tuvieron suerte porque por la cruz les dejaron pasar, pero podía haber sido lo contrario. El coche lo dejaron en Galicia con el chófer y mi padre le dijo: "Como van a requisarlo, es mejor que usted lo entregue". Pero él replicó: "De este coche no me separo", e hizo la guerra en el coche de casa».
Te Deum por Santander. «Por fin llegaron a Figueira con las medicinas. El Banco Herrero se había trasladado a León durante la guerra y mi padre se fue allá para ver cómo estaban las cosas. Vivió allí un tiempo y nosotras también nos fuimos a León. Al cabo de un tiempo nos volvieron a mandar a Salamanca, al mismo Colegio de la Esclavas. En Salamanca estaba Franco y de vez en cuando había bombardeos de la aviación republicana. Para nosotras aquello era una diversión y sabíamos imitar con la voz las sirenas, con lo que se armaba un lío. Estábamos en clase, sonaba la sirena y a correr para el sótano. Así que toda mi vida de estudios fue a salto de mata. A la hija de Franco, Carmen, la llevaron al Banco de España de Salamanca, donde el director era un Vallaure de Oviedo y también tenía allí a una hija. En el colegio comíamos todos los días una sopa con cuatro fideos y unos garbanzos muy pequeños que al servirlos rebotaban del plato hacia fuera, con lo que había más garbanzos en la mesa que en los platos. Después de Salamanca nos fuimos con mi madre a Ribadeo. Por el pasillo del Escamplero los ovetenses salían del cerco e incluso se llevaban los muebles con ellos. Nosotros también lo hicimos y en Ribadeo alquilamos una casa de la familia de Rafael del Pino, el que fue el empresario de la Constructora Ferrovial. Era fácil alquilar porque, si no, requisaban las casas vacías. Aquella era una casa señorial, con capilla, pero a mi madre le dio miedo desde el primer momento porque estaba llena de terciopelos y cuadros de señoras encopetadas. Llegamos de noche y mi madre, que era miedosa de por sí, nos dijo que íbamos a dormir todas en la misma habitación. En esto, en la capilla pasó algo con los plomos y hubo un conato de incendio. "Ni un minuto más", dijo mi madre y pasamos a otra casa que estaba enfrente. Un primo de Rafael del Pino se fue a la guerra y fue ahijado de guerra de mi hermana, una cosa que entonces se llevaba. Murió en el frente. Volvimos a Oviedo, pero la guerra aún no había terminado porque recuerdo que cada poco se celebraba un Te Deum en la Catedral. Cuando cayó Santander hubo uno y acudía todo el mundo a dar gracias por haberse tomado otra plaza. Era tal la aglomeración de gente que de la Catedral salí sin pisar el suelo, apretada entre otras personas y por el aire. Hubo varios Te Deum más, pero desde entonces no puedo soportar las concentraciones de gente».
Comedores y comuniones. «Oviedo era una ciudad casi sin coches: los averiados no se podían arreglar y no los había nuevos a la venta. Así que era un lugar muy tranquilo para pasear, por la Alameda o por la calle Uría. Trabajé en el Auxilio Social, primero haciendo cigarrillos en la calle Fruela, donde tenían una casa alquilada. Nos mandaban el tabaco y lo poníamos en los pitillos con unas máquinas. Después pasé a los comedores para los niños, donde había unas cocineras y después nosotras íbamos a servir la comida. Casi siempre eran fideos o macarrones con chorizo, o cosas así, pero poca cosa. Tener una pieza de fruta era muy complicado. Lo pase mal porque algunas cocineras se llevaban, no los fideos, sino los chorizos y otros alimentos que mandaban a los comedores. No había gente para vigilar lo que echaban a los pucheros. En uno de aquellos comedores, un día nos mandan que todos los niños fueran a comulgar a la parroquia de San Juan el Real. Yo estaba en un comedor cercano al hospicio, hoy hotel de la Reconquista, en un local muy grande que después dividieron. Yo tenía nueve mesas a mi cargo y el día que nos dijeron que todos comulgaran pensé que cómo íbamos a hacer aquello si muchos de ellos no habían hecho la primera comunión o no sabían nada de la misa. "¡Qué disparate!", me dije. Entonces me puse a explicarle por lo menos cuatro cosas de la comunión y les acompañé a la iglesia. Uno de los días que salía yo del comedor me esperó un chaval y me apedreó. Se conoce que no le gustó que hiciera eso, pero después tuve otros chicos que querían venir a misa conmigo. Nunca he tenido inclinación política y menos hacia la Falange, pero comprendo que la Sección Femenina en aquella época hizo muchas cosas bien hechas con los niños y las mujeres. Se ocuparon de las personas».
Rogelio Masip en el 2000. «En esos años conocí a Valentín Masip. Él había nacido el 2 de marzo de 1918, ya digo que en las Casas del Cuitu. Había estudiado Derecho, pero interrumpió la carrera porque a los 18 años se fue a la guerra, voluntario. Su familia era aragonesa por parte de padre y de Ponferrada por parte de madre. Su padre, Rogelio Masip, vino a Oviedo como profesor del Instituto, donde conoció al profesor Acevedo y se casó con su hija. Este Acevedo tenía cuatro hijas y un hijo que murió de tuberculosis. De Rogelio Masip hay que contar una cosa preciosa. Era profesor de Matemáticas y estaba dando clase un día y hablando de los años, o de las épocas, o de lo que fuera, salió el cambio de siglo, el paso del XX al XXI. Él dijo entonces, refiriéndose al año 2000: "Cuando cambie el siglo yo ya no estaré aquí, pero ustedes sí, así que si se acuerdan un poco de mí me rezan un padrenuestro". Yo no sabía nada de eso, pero llega el año 2000 y los que habían sido sus alumnos, que era muchos, se acuerdan de su profesor, que debió de ser muy bueno, serio, pero muy buen docente, y resulta que decidieron no sólo rezarle un padrenuestro, sino celebrar una misa por él. Se pusieron de acuerdo y hasta publicaron un escrito en el periódico. Por eso nos enteramos de que iba a celebrarse esa misa. Me llama Antonio y me dice: "Oye, ¿has visto esto?". Supimos que iba a decir la misa un sacerdote que había sido alumno suyo, y que iba a ser en la capilla de la Universidad, a la una. Y la capilla se llenó hasta arriba y todos hablando de él. Le dije al cura que indicara a los asistentes al final de la misa que pasasen a tomar una copa en el hotel Principado. Entre ellos estaba Palmira, la hermana de Eloína, la primera alcaldesa de Oviedo. Fue un hecho hermoso, motivado por el aprecio que le tenían».
Hundimiento del «Olitte». «Su hijo Valentín fue a la guerra y se hizo alférez. Estuvo destinado en Vitoria, en Zamora, en Logroño?, pero el suceso más importante que tuvo fue en Cartagena. A él y a otros los embarcaron en el "Castillo de Olitte" para que se dirigieran a Cartagena, que había sido tomada por los republicanos. Llevaban allí tropas porque se suponía que ya habían entrado los nacionales, pero el barco fue bombardeado y hundido en la bahía. Lo deshicieron. Muchos soldados no sabían nadar y él se partió la clavícula, pero con el otro brazo salió a flote y se puso a nadar. Ayudó a los que pudo, acercándoles tablones que salían del barco hundido. Él salió a nado y se metió entre unas rocas. Llevaba el dinero de la paga de los soldados y lo ocultó en esas rocas. Después lo recogieron y lo llevaron a un hospital donde le operaron. Al parecer, daba brincos de dolor porque no había anestesia o era muy pobre. Y de allí lo mandaron a Valencia, pero aquí se le dio por muerto porque pasaron tres meses sin que se supiera nada de él. Y sucedió que su padre estaba dando clase un día en el Instituto. Era muy estricto y no quería que durante las clases se le interrumpiera. Pero el bedel llamó a la puerta del aula y le pidió que se acercara. Consideró que había motivo para interrumpir la clase. Rogelio le pidió al bedel que cerrara la puerta, y en ese momento entró Valentín y fue una escena impresionante. Lo contaban los alumnos: ver al hijo que se tuvo por muerto aparecer de repente e irrumpir en la clase. Valentín recibió medallas y condecoraciones, pero le importaban poco. Él decía que eso de ser un héroe le daba risa y que contaba más la oportunidad o la ocasión que otras cosas. Más que ser un héroe lo que sucedía es que habían surgido situaciones que tenías que solucionar. Y tan poco le importaban las medallas que incluso las fue regalando, así que cuando después fue alcalde y tuvo que salir en los desfiles de los Defensores de Oviedo se vio en la necesidad de comprar alguna condecoración porque las suyas ya no las tenía. "Algo tendré que ponerme con el uniforme", decía él».
Multa de baile. «Valentín fue íntimo amigo de Sabino Fernández Campo. Los dos fueron voluntarios a la guerra y se hicieron alféreces, aunque Sabino continuó después en la carrera militar. Cuando mi marido fue alcalde y procurador en Cortes íbamos con frecuencia a Madrid y le visitaba; además, Sabino siempre iba a la estación de tren a despedirnos para charlar un rato más. Era un hombre inteligentísimo. Al volver de la guerra, Valentín terminó Derecho y en 1942 comenzó a ejercer. Nos hicimos novios en aquella época. Íbamos a los bailes y hubo una anécdota curiosa en el restaurante Casablanca, que era de la familia del café Peñalba y estaba en el edificio "Casa Blanca" de la calle Uría. Los chicos de nuestro grupo, algunos militares todavía, organizaron un baile en Casablanca, con un tocadiscos. Eran las fechas en las que condujeron a hombros el cuerpo de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante al Valle de los Caídos. Pues, al día siguiente de la fiesta se presenta en casa un policía que nos dice que estábamos denunciadas por un falangista porque durante el traslado de José Antonio no se podían celebrar bailes. Nos pusieron una multa que todavía conservo, pero el gobernador militar no estuvo de acuerdo y a los chicos no se la pusieron. En aquella época, a Valentín lo habían movilizado de nuevo por la guerra europea y por lo de proteger las costas y las fronteras ante el miedo a una invasión. Iba todos los días al cuartel en Oviedo para llevar la instrucción. Muchas veces volvía a casa enfadado porque sabía que había fusilamientos. Como ya era abogado, tuvo que defender a gente en juicios. Como yo le veía tan desesperado, no me atrevía a preguntarle nada, pero supimos que un día le vieron apoyado en una tumba al lado del lugar donde fusilaban y uno preguntó: "¿Quién es ese chico que está llorando?". Y alguien dijo: "Es el abogado de la persona a la que van a fusilar"».
En primera fila. «Nos casamos el 26 de julio de 1945, y lo hicimos a la vez mi hermana Lelé y yo, porque teníamos previsto hacerlo con unos meses de diferencia, pero mi padre nos dijo que nos pusiésemos de acuerdo, que el trago lo quería pasar al mismo tiempo. Vino muchísima gente a la boda, por ser de dos hermanas a la vez, que íbamos vestidas exactamente igual. Entonces iba la gente a las bodas; no había otras diversiones o distracciones. Él se dedicaba al despacho y fue abogado de Hidroeléctrica del Cantábrico, del Banco Herrero, del Ferrocarril de Langreo, del Vasco Asturiano, de la Unión Española de Explosivos, de la Sociedad Industrial Asturiana y de La Estrella. Era un hombre muy religioso y muy sentimental. Le venían al despacho con algún asunto retorcido y triste y salía a llorar al cuarto de baño; se secaba las lágrimas y volvía con el cliente. Era un gran orador y repentizaba muy bien; estaba en primera fila de los abogados, pero había a quienes les estorbaba. O vales y estorbas, o ni te miran».
Recibos de Falange. «En 1957 hubo problema con el gobernador Labadíe y con el alcalde Beltrán, y el nuevo gobernador, Marcos Peña Royo, que era abogado del Estado, de Teruel, aquí no conocía a nadie, y fue a ver los abogados del Estado de Oviedo para que le orientaran. Después de hacer consultas le señalaron a José López Muñiz para la Diputación y a Valentín para el Ayuntamiento. Les entusiasmó que mi marido fuera un héroe de guerra, cosa que él nunca se consideró, y ya no le soltaron. Él no quería, pero le forzaron bastante; incluso hubo presiones a través del Banco Herrero. Valentín era un hombre liberal, de pensamiento abierto y nada falangista. A esta casa vinieron varias veces con un recibo de Falange a su nombre y yo les daba la vuelta. Mi marido no levantó jamás la mano en los actos. Estaba desencantado de cómo habían quedado las cosas tras la guerra. No era nada franquista y decía: "¿Para qué fui a la guerra? ¿Para esto?"».
Carta por un año. «Yo me vi metida en aquello y no fui a su toma de posesión, en octubre de 1957. Me veían furiosa con el nombramiento y empezaron a hacerme contemplaciones; pensaban que yo era el enemigo. Él había escrito una carta en la que decía que aceptaba nada más que por un año. Estaba firmada por él y por el gobernador, y la conservo. A mí me temían por si al cumplirse el año le influía para que lo dejase. Después quisieron llevarlo a Madrid, para algún alto cargo, y yo les repliqué: "Ya está bien, porque, al fin y al cabo, ésta es su ciudad y por ella se hace todo lo que uno pueda, pero de sacarlo de aquí os digo esto: ja, ja, ja". Dejó el despacho y como alcalde no tenía sueldo, pero sí 4.500 pesetas que daban por gastos de representación. No sé si los alcaldes podían coger un uno por ciento de las obras, pero eso no lo hizo nunca, porque entonces no se sabe si haces las obras para coger. El caso es que sus cinco años en la Alcaldía y con cuatro hijos estuvimos viviendo de nuestros propios recursos. Eso sí, al fallecer sus compañeros del Ayuntamiento le regalaron la tumba en el cementerio de El Salvador. Les dije que hicieran una cosa sencilla, porque él era una persona sencilla».
Humedades en el suelo. «Oviedo tenía muchos problemas. Había muchos pleitos por expropiaciones después de la guerra, con gente que tenía paralizada su casa en ruinas o un solar, y lo necesitaba para poder venderlo y vivir de ese dinero. Esto sucedía en zonas como San Lázaro o el Campillín. Y el agua era otro problema. No se sabía por dónde iban las tuberías, porque no había planos, y se producían muchas fugas y cortes de agua. En casa, a veces, íbamos a por agua a la fuente del Caracol, en el Campo San Francisco. A Valentín lo del agua le traía frito. Iba por la calle, veía una humedad en el suelo y por la noche mandaba a levantarlo. Así, trozo a trozo, fueron arreglando la red. Mientras, estaba preocupadísimo por los análisis del agua. "Lo peor que le puede pasar a una ciudad es que el agua este contaminada", decía. Todos los días, hacia las cuatro de la tarde, miraba el parte de los análisis y cuando llegaba a casa lo primero que hacía era abrir el grifo llenar un vaso y mirarlo al trasluz. "Ves, esto puede estar contaminado", me decía. "Pero, hombre, son las burbujas, déjalo que repose un poco", le comentaba yo».
Urbanización y parques. «Cumplido el año, siguió como alcalde porque tenía muchas cosas a la mitad. Fue arreglando los pleitos, pero los dos primeros años no pudo hacer mucho, porque el Ayuntamiento estaba lleno de deudas. Después ya empezó con obras, como los jardines del Campillín (ocho días antes de morir habían plantado los árboles), o la urbanización del Campo de Maniobras, de Llamaquique, o de Buenavista, por donde iba a extenderse Oviedo. Arregló la entrada en Oviedo de la carretera de Gijón, abrió la calle Ingeniero Marquina, la primera fase de División Azul, Comandante Almeida y Fuente del Prado. Ensanchó la avenida de Galicia, urbanizó la plaza de América y los accesos a los colegios mayores, al sanatorio antituberculoso y al Hospital General. Alumbró calles de la zona antigua y puso a cargo del Ayuntamiento la iluminación interior y exterior de la Catedral. Hizo gestiones para crear la Escuela de Minas, y parte de la construcción de su edificio lo pagó el Ayuntamiento. Hizo las escuelas de Fitoria y Ventanielles, después de enterarse de que había clases debajo de los hórreos. Reconstruyó la plaza de toros, donde le pusieron una placa que supongo no habrán quitado».
Ventanielles a 7.000 pesetas. «También hizo los proyectos de las avenidas de Torrelavega y de la Argañosa. A esta última le pusieron su nombre porque ese ensanche lo dejó casi listo, mediante acuerdos con todos los propietarios, salvo uno. En su época se redactó el Plan de Ordenación Urbana, con el Ministerio de la Vivienda, y también el proyecto del Palacio de Deportes, que construiría más tarde el ingeniero Sánchez del Río. Y en el barrio de Ventanielles el Ministerio de la Vivienda construyó varios bloques y pedía a cada inquilino una entrada de 7.000 pesetas. Ese dinero no lo tenía la gente y Valentín dijo que se ocupase el primer bloque cuando estuviera terminado y sin pagar esa cantidad, pero los alquileres que habían ido pagando esos inquilinos dieron para pagar las entradas del siguiente bloque, y así sucesivamente. Al final se recuperó todo el dinero, pero mi marido se negó a que el Ministerio organizara una inauguración por todo lo alto».
Escuelas sin carbón. «En el mismo barrio de Ventanielles sucedió algo de lo que me enteré después de que Valentín hubiera fallecido y que mostraba que era sentimental y generoso. Hubo inquilinos que no podían pagar el alquiler y él se enteró de que les podían dejar sin el piso. Habló con el párroco: "Esto es secreto; tome el dinero y hágaselo llegar como si lo diera la Iglesia". Hay otra anécdota: estaba en el despacho del Ayuntamiento atendiendo una visita y nevaba en Oviedo. Entró el capataz, Rufo, y le dijo que los niños de las escuelas municipales estaban sin calefacción porque no había dinero para carbón. Y le comentó a mi marido: "A ver si puede usted llamar personalmente a la carbonería Gil de la calle Cervantes para que lo sirvan". Llamó, se hizo cargo de pagar el carbón, y comentó al visitante: "Ya ve, menos barrer, hago de todo". En otra ocasión se acercaba un partido del Oviedo y el Sporting y había mucha expectación. Él había dado invitaciones para los niños del Hospicio, pero hubo lío porque vendieron más entradas de la cuenta. Así que se pensó en retirar las invitaciones del Hospicio y aquello le hizo montar en cólera: "A los niños, ni tocarlos"».
Extras en la Catedral. «En 1958 se celebró el 150.º aniversario del levantamiento contra Napoleón de 1808, y en 1961 el 12.º centenario de la fundación de Oviedo, en el 761. Recuerdo que entre otros actos se celebró una misa de rito mozárabe en la Catedral y tuve que participar en la organización, porque en el Ayuntamiento no daban abasto. Hacían falta bandejas y objetos para hacer las ofrendas, pero no hubo modo de que el señor que me atendió en la Catedral abriera el arcón donde guardaba las piezas. "No se preocupe, que mando a limpiar la plata a la sacristía y no sale nada de la Catedral", le expliqué, pero no hubo manera. Así que entre varias familias aportamos las bandejas y los platos de plata, y el incensario tuve que ir a pedirlo a las Pelayas. También en la Catedral hubo otra anécdota cuando se filmó allí una boda para la película "Cariño mío", con Vicente Parra. Necesitaban extras vestidos elegantes y mi marido llegó a casa con ese problema. Llamé a unas cuantas amigas y fue una juerga: en dos días todos los extras tenían que encontrar vestido. En aquella época sólo se vestía relativamente bien, porque todavía había escasez, así que la gente se prestó las cosas. A veces ponen la película en televisión y nos vemos aquellos extras de entonces. Los de la película quisieron pagarme la colaboración y les dije que lo dieran a la Cruz Roja o algo así».
Fabiola televisada. «En Oviedo no se podía ver la televisión, salvo en un lugar del Cristo donde había un bar al que iba la gente. Valentín y los técnicos del Ayuntamiento anduvieron por todas partes y vieron que no había modo de recibir la señal, así que fue a Madrid a ver al Ministro. No recuerdo quién era, pero sí que tenía dos perros enormes a su lado en el despacho. Mi marido llegó con documentación sobre el problema y el Ministro tuvo muy buenas palabras, pero no hizo nada. Pensó que aquel alcalde le iba con cuentos para sacarle la televisión para su ciudad. Volvió otras dos veces, y a la tercera le dijo al Ministro: "Noto que cree usted que estoy un poco chiflado y que quiero sacarle la televisión, pero les pago el viaje a dos personas o a usted para que vean el problema". Vinieron y vieron que, efectivamente, no llegaba señal a la mayor parte de Asturias, con lo que Valentín logró que pusieran la torreta con el repetidor del Gamoniteiro. De aquélla se vendieron un montón de televisores y fue cuando retransmitieron la boda de la reina Fabiola».
La escolta de Franco. «Franco venía de visita a Oviedo y a la finca en San Cucao de su mujer, Carmen Polo. No se sabe por qué, pero los municipales del Ayuntamiento tenían que ir a limpiar y a arreglar la finca unos días antes para que estuviera guapa cuando llegara. Valentín se encontró con eso y no le gustó nada. Tuve que ir en ocasiones a ver a Franco con mi marido, y también cuando venía a pescar aquellos salmones que le preparaban en los ríos desde ocho o diez días antes. Él invitaba a comer a las autoridades, y de Franco puedo decir que tenía una mirada penetrante; sus ojos eran como dos punzones. Y doña Carmen nunca decía nada. En el fondo, era toda una señora, aunque la pusiesen verde y a la vez le hiciesen muchos regalos; pero mientras estuvo mi marido sólo se le enviaba un ramo de flores al llegar y una caja de bombones cuando marchaba. Nunca recibió a Franco en el Ayuntamiento y, además, cortó la costumbre de pagarle a su escolta el hotel y los gastos. "Para eso ya tienen sus dietas", decía él. No hablaba maravillas de Franco, ni en casa ni en ninguna parte, y más bien decía que era "un mal gobernante". Y evitó las influencias políticas. Un día le dijo alguien: "A ver si sabe usted de algún trabajo", y le respondió: "Si lo quiere, le doy enseguida el mío". A veces iban a verle al Ayuntamiento personas muy metidas en política y le encontraban sacudiéndose los pantalones. "¿Qué le pasa?", preguntaban. "Es para que no se me pegue nada", respondía. No admitía ni un solo regalo y el portero, que era muy vigilante, tenía prohibido recibirlos. Una vez, a una chica de casa le dejaron media docena de pasteles de una señora de Mieres y Valentín los mandó de vuelta. A saber cómo llegarían en aquellos carretones que había para el transporte. Otra vez el portero estaba impresionado con lo bien que olía una tarta que habían dejado para él. "Usted no la recibe y yo la pruebo", le sugirió. "No, ahora mismo vas con esta tarta y la devuelves a Rialto". Como abogado había hecho lo mismo, e igual que su padre, el profesor Rogelio Masip, que rechazaba regalos que a veces le enviaban para que tratase bien a un alumno en las notas».
Llamadas a Italia. «A Valentín le apasionaba la música desde niño, y decía: "La ópera es la única cosa con la que no se puede hacer trampas: se puede trucar hasta una pelea de gallos, pero la voz humana es exactamente lo que surge del cantante". Estaba siempre pendiente de la ópera de Oviedo y particularmente de las cinco temporadas de su etapa como alcalde. Trajo a Fernández Cid para que diese charlas, convenció a López Muñiz para que la Diputación organizara también charlas por Asturias, y el día de San Mateo invitaba a los alcaldes de Asturias a la ópera. En este mismo salón nació la tertulia "Los Puritanos", y aquí se escribió su texto fundacional, su manifiesto. Teníamos una radio muy buena y aquí se reunían todos los tertulianos a escuchar una emisora italiana. A veces me decía a mí misma: "No sé cómo se me ha ocurrido comprar esta radio". Por suerte los vecinos no protestaban, pese a que esta casa era como un club que se llenaba y a veces se quedaban a cenar. Era muy amigo de mi marido Jaime Álvarez-Buylla, que entonces era un chico joven, pero muy aficionado a la música. A Italia se llamaba desde este teléfono de casa para hacer las programaciones, con todos "Los Puritanos" aquí reunidos, cuyo fin era que mejoraran las temporadas de ópera. Su vida era el trabajo, la familia y "Los Puritanos"».
Una joven cantante. «Tenía tal afición que cuando enfermó y ya no podía salir, que fue desde Navidades del 62 a febrero del 63, cuando muere, le poníamos discos de ópera o de música clásica y se le olvidaba que estaba enfermo. "Yo no estoy malo mientras esté escuchado esto", comentaba. La última vez que sale como alcalde es para visitar las obras de la plaza de la Gesta y del templo y el monumento, que se inauguraron meses después de su fallecimiento. Mi marido padeció un cáncer de colon, pero el diagnóstico fue muy complicado y se perdió casi un año hasta que le operaron y no se pudo hacer nada. Habíamos ido también a Barcelona, a ver al doctor Rocha, que también era muy aficionado a la ópera y junto a otros socios del Liceo estaba pagando la carera de una joven cantante: Montserrat Caballé. Valentín la contrató para la Filarmónica y el día que ella vino a cantar fue el de su fallecimiento. Caballé se ofreció para cantar en el funeral, en San Isidoro, pero el obispo, Segundo García de Sierra, dijo que no podía ser, porque en las iglesias no se permitían las voces mixtas».
Bastón sobre el féretro. «Al morir él, llegaron tantas tarjetas de pésame que tuvimos que hacer sacas con las fundas de las almohadas para dejarlas en el portal. Y del Ayuntamiento trajo Collera, que era el encargado de protocolo, tal cantidad de pésames que los volcaron en el despacho y llegaban hasta las rodillas. Para el funeral esperamos a que llegara de Madrid su madre, Emma Acevedo. Me propusieron que la capilla ardiente se instalara en el Ayuntamiento y en ese momento recordé que siendo yo niña y estando en León durante la guerra, murió el obispo y en el velatorio todo eran mujeres dejando obsequios. Por eso les dije que fuera una cosa sencilla. El gobernador, el presidente de la Diputación, López Muñiz, y otras autoridades me hablaron también del funeral. "Nada de etiqueta", les dije, "porque él era un hombre sencillo". Recuerdo que el gobernador me dijo: "Bueno, pero el bastón de mando de alcalde nos lo dejará poner encima de la caja". "Sí, porque os empeñasteis en que fuese alcalde, y de eso ha muerto"».
Descubrir el otro lado. «Mi hijo Antonio nació en 1946; a continuación nacieron Jaime y Mari Carmen, y unos años después Emma, a la que le puse ese nombre porque era el de mi suegra, Emma Acevedo, la esposa del profesor Rogelio Masip, una mujer muy inteligente. Los cuatro fueron buenos estudiantes y no nos dieron problema alguno, pero las complicaciones comenzaron cuando fueron a la Universidad y, sobre todo, Antonio y Mari Carmen tuvieron sus inclinaciones políticas. Claro, en casa no habían vivido con su padre un ambiente muy favorable a Franco. Recuerdo que Valentín me comentaba en ocasiones que él, siendo chico, había tenido la oportunidad en los tiempos de la II República de acudir a los mítines de los diferentes partidos. De algunos llegaban a echarle porque era un crío que iba en pantalón corto, pero pudo escuchar diferentes ideas y después había sacado las conclusiones. Sin embargo, de sus hijos decía que ellos sólo conocían un lado de la realidad, el régimen de Franco, pero con el tiempo habrá otra parte que querrán descubrir y se podían ver metidos en problemas. Y eso fue lo que pasó; fue como si Valentín hubiera dejado preparado ese camino. Antonio, el mayor, tenía 16 años cuando murió su padre, y Emma, la pequeña, nueve. Y Antonio, que es como es, fue a estudiar Derecho y Económicas a la Universidad de Deusto, en Bilbao, y a los pocos meses ya era delgado de curso. Y eso aunque era de fuera, porque los de allí ya se conocían entre ellos. Yo tenía miedo de que mis hijos se empezaran a meter en cosas de política, por temor a que los expulsasen y se quedaran sin carrera, y con Antonio la cosa era tremenda, porque él tiraba para adelante y yo para atrás».
Morir antes que Franco. «Un día me llama por teléfono un asturiano que vivía en Bilbao y me dice: "Oye, que este chico me parece que va a ir a una manifestación y no se da cuenta de lo que le puede pasar". Llamé a Antonio inmediatamente. Mis hijos jamás me mintieron, y le pregunto: "¿Es verdad que vas a ir a una manifestación?". "Sí". "Pues, mira, te lo prohíbo". "... Pero, mamá...". "Mira, salgo ahora mismo para allá en un coche a no ser que me des tu palabra de que no irás". "Descuida, que no voy". Y no fue. Antonio tenía una gran pasión por su abuelo, y el abuelo, mi padre, por su nieto, que era el primero que había tenido. Cuando enfermó mi padre, Antonio pasó muchos ratos con él. Falleció en octubre de 1975 y decía que quería morirse "antes que Franco, porque no sé lo que va a pasar aquí". Antonio había tenido ya a su primer hijo, Marco, que entonces tenía dos meses y pico».
Bocadillos para la cárcel. «Mi segundo hijo, Jaime, estudió ingeniero naval y ya está jubilado. Trabajó para la Lloyd's inglesa, la aseguradora de buques, y después en el canal de El Pardo, de experimentos hidrodinámicos. Mari Carmen hizo Biológicas, y Emma estudió en Inglaterra y trabajó en el banco Herrero. La que más problemas tuvo con la política fue Mari Carmen. Se había casado con Santiago Ibáñez y vivían precisamente en la avenida de Valentín Masip. Su casa se la registraron algunas veces. Un día me llaman de la Policía y me dicen: "Mire, señora, vamos a ir a detener a su hija, pero, dado la persona que es usted, si la trae, nos fiamos". Y fui para allá con ella a la mañana siguiente. A ella la pasaron para que declarara o lo que fuera, y yo me quedé en el pasillo, sentada en un banco. Cada poco salían y me decían: "No esté usted aquí, pase a este despacho y esté cómoda". Les dije que no, pero insistían una y otra vez. "Mientras esté mi hija ahí dentro, a mí me toca estar aquí fuera". La dejaron en libertad y vino a casa, pero al marido, al que habían detenido primero, lo metieron en la cárcel. Incluso le habían golpeado por aquello de los partidos clandestinos. Mi hija iba a verlo a la cárcel y le preparaba un bocadillo. Yo pensaba: "Bueno, que tengamos que hacer bocadillos en esta casa para la cárcel...". Era muy duro. Total, que a Santiago lo dejaron salir en libertad condicional y presentarse cada quince días. Y en ese momento decidieron huir. Hicieron muy bien».
Embarazo avanzado. «Él se fue por su lado, porque le habían retirado el pasaporte. Se fue en un "Seiscientos", creo que a Barcelona, y desde allí pasó la frontera a Francia. Yo llamé a Jaime, que vino desde Sevilla, donde entonces estaba trabajando. Cogió a Mari Carmen y en su coche la llevó a Francia. También había llamado yo a Emma, que estaba en Inglaterra, y las dos nos fuimos en autocar a Irún, y después en tren hasta Burdeos, donde Mari Carmen había llegado con Jaime. Era el verano de 1973 y mi hija estaba embarazada, muy avanzada ya. Creíamos que iba a dar a luz en septiembre, pero su hija María nació en octubre. En Burdeos instalamos a Mari Carmen en un hotel y el marido llegó aquella noche, o la siguiente. Emma se quedó con ellos y yo volví a Oviedo, porque había ópera y nunca faltaba. Viajé de regreso en el tren y el autobús, llegue a casa, me puse el vestido, un mantón y una flor en el pelo y me fui al Campoamor como si no hubiera pasado nada. Era mi coartada».
Teléfono intervenido. «Ellos se fueron después a París, como refugiados políticos, y se fueron arreglando, porque Mari Carmen se presentó a unas pruebas para biólogos, de plagas en el campo, y saco plaza de profesora. Su marido también trabajo de colaborador en un instituto dedicado al cáncer. Yo fui a París varias veces, para ayudarles a establecerse. Tuve el teléfono de casa intervenido durante dos años y me abrían el correo. Se lo conté a Rafael Fernández, fiscal jefe de la Audiencia, y me dijo que eso no se podía tolerar. Fue Rafael quien me indicó, tras la muerte de Franco, que ya podían volver, porque se iba a dar una amnistía. Volvieron en octubre de 1976 y en la frontera les retiraron a su hija, que tenía tres años. A la niña le dijeron que sus padres eran malos, pero discutieron entre ellos y acabaron devolviéndosela. Antonio los representó ante el Tribunal de Orden Público y consiguieron acogerse a la amnistía. Después vivieron en Madrid y mi hija fue catedrática del Instituto Isabel la Católica».
Propaganda quemada. «Y mientras, a Antonio le seguía gustando la política y yo seguía tirando de él para atrás, porque ya estaba vacunada con lo de mi marido. Incluso le había quitado años antes propaganda política que veía por casa, y como yo no tenía cocina de carbón la llevaba a casa de una tía mía y allí quemaba los papeles. Antonio formó parte de Unidad Regionalista y fue de número dos en la lista de las elecciones de 1977, las primeras. De número uno fue una mujer, y pienso que tal vez influyó que vieran en él el apellido de un señorito; pero creo que ya tenía carácter de líder. Me pidió que lo ayudara en la campaña y yo le dije que ni pensarlo; me fui de vacaciones y los dejé con sus altavoces y sus cosas. Después, pasó al PSOE y fue diputado y consejero de Cultura con Pedro de Silva. Eran buenos amigos, junto con Rodríguez-Vigil».
Proyectos derribados. «Y en 1983 salió de alcalde, dos mandatos, hasta 1991. Le dije que no me gustaba. Yo leía el periódico por las mañanas y veía que lo ponían verde. En tiempos de Valentín eso no pasaba con el alcalde, porque había mucha menos libertad, pero también más educación. Hoy hay más grosería y menos respeto. Creo que Antonio tuvo buenos colaboradores alrededor y no vigiló mucho los asuntos económicos y dejó las arcas municipales en su sitio. En el Ayuntamiento tuvo mucha oposición política, y no pudo sacar muchas cosas adelante, pero las dejó preparadas para que las hiciera el alcalde siguiente, Gabino de Lorenzo. Por ejemplo, los proyectos de peatonalización, o el Auditorio, para el que llamó al arquitecto Moneo, o la estación de autobuses al lado de la de trenes. Esas cosas se las echaron abajo, pero después se hicieron. Así es la política: se tiran abajo las cosas por tirarlas. Los políticos no miran por la ciudad, miran por su partido».
Ciudad de «Uviéu». «Antonio tuvo muchas anécdotas. Una de ellas fue cuando instalaron letreros de "Uviéu" y unos turistas le pararon por la calle, sin saber que era el Alcalde, y le dijeron: "Oiga, ¿usted sabe en qué ciudad estamos porque a la entrada dice 'Uviéu' y el mapa pone Oviedo?". Tenía gracia la cosa, pero él montó en cólera. Luego trajo a los alcaldes de localidades americanas que se llaman Oviedo y los reunió en la plaza de Feijoo para asegurar que Oviedo siempre había sido así. Cuando acabó su etapa en la Alcaldía quedé encantada. Puso otra vez el despacho y después volvió a la política activa, pero ya en la UE, que es otra cosa. Ha tenido problemas físicos, pero no puede estar sin trabajar. Es inquieto y muy buen relaciones públicas, como ya lo era desde niño, cuando usaba pantalón corto. Estoy contenta con mis cuatro hijos, mis siete nietos y mis cuatro bisnietos"».