"Juntos de la mano, se les ve por el jardín//no puede haber nadie en este mundo tan feliz"
Estuve en el segundo concierto de Víctor Manuel. Apoteósico. Hube antes de adquirir una silla de ruedas, pues la antigua que me facilitó la Seguridad Social me la robaron, como el carro del Escobar. Mucho me prestó el ambientazo y, además de la presencia en escena de los invitados foráneos, valoré muy alto que nuestro artista, mierense por antonomasia, hubiera subido a Hevia con su gaita, que suena a cielo, y a Chus Pedro, cuyo programa de la TPA es de lo más animado. Curioso del cambio de época que una de las canciones que escuché a Víctor Manuel, en el avilesino Suárez Puerta, hace años con los mecheros encendidos en medio de la penumbra, resultó que ahora las luces rítmicas participativas provenían de multitud de teléfonos móviles.
Al término, pese a los minutos de espera, siguiendo los sabios consejos de Protección Civil, había cola muy copiosa para tomar taxi, agravada por el yerro municipal de imponer al transporte público un intrincado recorrido. Como evito colarme, mis hermanos, mi mujer y yo nos decidimos a pechar con la subida cuesta de la Ería, bordeando el Tartiere. Fue bastante duro para los míos que empujaban mi silla y para mí que ayudaba algo con mi pierna derecha sana. Como somos sesentones, nos deteníamos cada poco a neutralizar el resuello, hasta que inopinadamente un muchacho que subía, abrazado a su novia, se puso a empujarme hacia arriba con una fuerza benéfica providencial. Durante el trayecto, en el que no hablábamos mucho para cansar menos, me dijo que su padre también usaba silla, averiadas ambas piernas, y que él era músico, amigo del "batería"que había actuado con Víctor. Al llegar a Alejandro Casona, mi hermano le dio las gracias y se dispuso a relevarle, pero no hubo manera, dijo que él seguía empujando. Ya en Fuertes Acevedo para nuestro grupo era fácil continuar cuesta abajo y, aunque el solidario joven nos quería seguir ayudando, le convencí de que nos dejara y recuperara a su novia ya muy atrás. En ese momento y para darle la mano, agradecido, me quité mi sombrero "Panamá", que siguiendo una práctica de mi abuelo me protege también del relente nocturno; resulta que sólo entonces el chaval me reconoció y me abrazó entre sollozos y besos pues, dijo, su padre, "Ángel, El Roxín, del servicio de aguas municipal", le había hablado mucho de mí. Tuve a mi vez una emoción indescriptible, como mi mujer y hermanos, que motivó luego la reflexión de cuánta gente generosa y de buena fe me he topado en la vida, en la que coexisten con canallas, especuladores y gentes que ponen zancadillas, y hasta guerras, por doquier.No sé nada más de este Roxín Jr. pero estoy seguro de que su ejemplar buen corazón debería latir predominantemente en este mundo injusto de hogaño.