La tarde del 23 de julio de 1959 se produjo en una calle de León la masacre
de estudiantes de la que fui sobreviviente y que marcó mi vida para siempre,
ejecutada por soldados del ejército de la familia Somoza.
Era una manifestación
de protesta, y ya nos retirábamos hacia la universidad cuando estallaron las
bombas lacrimógenas, y a los primeros disparos de los fusiles comencé a correr.
Me topé con la puerta de servicio del restaurante El Rodeo. La empujé, y cedió.
Se oía el tableteo de una ametralladora y seguían las descargas de los fusiles.
Subí a la segunda planta. Había ahí tres niñas en una cama, aterrorizadas, en
compañía de una empleada. “Estamos solas aquí”, me dijo la mujer”, con voz
temblorosa.
En absoluta
inconsciencia me asomé por el balcón y vi a los soldados colocados en tres
filas: de pie, de rodillas y acostados en el suelo, los fusiles humeantes. El
de la ametralladora, echado en la acera de la esquina. En el pavimento, los
cuerpos desperdigados. Alguien me gritaba: “¡una ambulancia!, ¡una
ambulancia!”.
Pregunté a la mujer si
había un teléfono. No tenían. Un cura bendecía a un herido. Era norteamericano,
según supe luego. Creo recordar que se apellidaba Kaplan. En ese momento
escuché la sirena de una ambulancia, pero los soldados no la dejaban pasar.
Fernando Gordillo, mi amigo, envuelto en la bandera de Nicaragua, marchaba a
media calle, ofreciéndole su pecho al pelotón.
El recuerdo de
Fernando caminando envuelto en la bandera me parece un sueño. En ese momento el
pelotón comenzó a retroceder en formación, sin voltearse, hacia el cuartel a
una cuadra de allí. Erick Ramírez, mi compañero de banca en el aula de primer
año de derecho, estaba tendido en la calle. Tenía un orificio en la espalda. Me
arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital. Cuando lo
volteé vi que tenía el pecho desflorado por un balazo.
Subimos a los heridos
y a los muertos en taxis y en vehículos particulares para llevarlos al
hospital. Allá, la confusión era grande. Descubrí sobre una de las losas a
Erick, y en otra a Mauricio Martínez, también compañero de banca. Los tres nos
sentábamos juntos en la primera fila, los tres teníamos 17 años, y ahora ellos
dos estaban desnudos sobre las losas, bajo el chorro de una manguera que los
lavaba. ¿Cómo se entiende eso de la muerte a los diecisiete años? También
lavaban los cadáveres de José Rubí y Erick Saldaña, estudiantes de medicina.
Un grupo nos fuimos a
la Radio Atenas a hacer un llamado a donar sangre. Entró al estudio una
patrulla encabezada por el teniente Villavicencio, compañero de aula también,
con órdenes de impedir que se siguieran transmitiendo los llamados. No se podía
divulgar la noticia de la masacre, ni siquiera pedir sangre.
Regresamos al hospital
y en el portón encontramos una caravana de seis ambulancias del Hospital
Militar que enviaba desde Managua el presidente Luis Somoza. Venían médicos de
gabachas almidonadas, enfermeras de blanco impoluto. En la primera ambulancia,
viajaba al lado del chofer el arzobispo González y Robleto.
Una multitud de
estudiantes, furiosos ante el cinismo de la dictadura, impedía a los médicos y
enfermeras bajarse, y luego empezó el intento de empujar las ambulancias para
voltearlas. No olvido la cara de terror del anciano arzobispo detrás del vidrio
de la ventanilla. Tres años atrás había decretado funerales de “príncipe de la
iglesia” para el viejo Somoza, fundador de la dinastía.
El presidente de los
estudiantes impuso la cordura. Al fin las ambulancias pudieron retroceder de
regreso a Managua. A la medianoche, llevamos los cuatro ataúdes en procesión
hacia el paraninfo de la universidad.
Cerca de la madrugada,
Rolando Avendaño, estudiante de derecho, me propuso que hiciéramos un periódico
dedicado a la masacre. Conseguimos unas viejas máquinas de escribir, y
amanecimos trabajando en las notas. Se imprimió de manera clandestina en un
taller tipográfico, y antes del mediodía circulaba con sus gruesos titulares en
rojo.
Fueron cuatro muertos
y más de 70 heridos aquella tarde. Hoy, tras más de dos meses de siega, la
cuenta se acerca a 300 asesinados, cazados por francotiradores, ejecutados con
un tiro en la nunca, tiroteados por paramilitares desde vehículos en marcha,
quemados vivos dentro de sus hogares, aún niños de pecho. La inmensa mayoría
son jóvenes, y hay al menos 25 menores de 17 años. Como nosotros entonces. Y
los heridos llegan a 1.500.
Ayer es hoy,
multiplicado.