domingo, 5 de abril de 2020

DE NUEVO J.CUERVO MEJOR QUE CAMBA O RAMÓN...

anual de manejo de las manos

El coronavirus ha abierto una crisis de confianza con la parte del cuerpo que nos hizo lo que somos y que trabaja y nos cuida como una madre

05.04.2020 | 00:17
Un joven con guantes y máscara de protección contra el virus. 
Me regaló cuatro guantes un amigo. Ni un solo día encontré a la venta guantes que llevarme a las manos y cuando preguntaba por las mascarillas me remitían a las de pelo, junto a los champús. Al fin iré a la compra como recomiendan los cánones de la vida anormal.
Hasta ahora lo pasaba fatal al cruzarme con mujeres con sus guantes de látex blanco que les dan un aire de Jacqueline Kennedy, y yo con las manos desnudas. Si coincidía en el lineal del chocolate con alguna joven, las guardaba en el bolsillo para no ser tomado por exhibicionista. Fui educado en el pudor católico y en la pacatería franquista y no he logrado superarlos. Me hubiera importado menos de ir cubierto por una mascarilla, pero sigo sin lograr una. Ahora que conseguí guantes quieren hacer obligatorias las mascarillas... Nunca logro estar a la altura de las circunstancias.
El problema de salir de casa sin guantes es que al limitado mundo exterior -en el que 250 metros quedan a desmano y por el que andamos bajo vigilancia militar, policial, telefónica y vecinal- se accede mediante pomos, manillas y cristales turbios de huellas dactilares en los que puede estar a rececho el coronavirus, dispuesto a subirse a nuestras manos, su principal medio de transporte terrestre hasta nuestro organismo. Una vez en la mano, aprovechan las ventanas de oportunidad que le damos cuando nos rascamos los ojos, nos llevamos el dedo a la nariz, nos mordemos una uña o nos chupamos la yema para pasar página de todo esto.
Como tenemos la percepción del organismo y de los microorganismos amplificada desde principio del siglo XXI por las recreaciones forenses de las muertes de "CSI" y las enfermedades de "House", nos da miedo imaginar cómo se instala en un surco dactilar y se acerca peligroso a los orificios con mucosa donde encuentra acomodo y emprende su viaje por nosotros.
Ese miedo nos conciencia, pero las manos, las empleadas más serviciales del cerebro, acuden prestas a todo, salvo al fuego. Cumplen deseos, atienden estímulos, expresan emociones, tocan, aprietan, sostienen, acarician y al regresar de la compra, entran en casa como dos extraños que fueran a causar estragos. Las miro como haría con una rueda de reconocimiento con diez sospechosos. ¿Quién tendrá el arma microscópica del virus? ¿Los dos gordos del centro o los menudos de los extremos? ¿Los dos mandones o esos dos altos, un poco fatos, que no hacen gran cosa? ¿El casado de la derecha o el soltero de la izquierda? El Cluedo pasa de juego de mesa a juego de manos.
Las manos son de mucha confianza. De hecho, la mano derecha suele ser tu mano derecha y la izquierda, el cuerpo diplomático. Este coronavirus nos hace desconfiar de las propias manos, que nos hicieron lo que somos.
¡Y son las manos, coño!
No son como los ojos, que alguna vez te han engañado, que albergan miradas soñadoras, que se hacen ilusiones ópticas. Ni como los oídos, a los que se deben tantos malentendidos.
Las manos, la clase trabajadora, a veces sueltan lo que deberían agarrar o tropiezan con jarrones, pero son gajes de su oficio que es ser mano de obra.
Las manos te dan de comer... son como madres para las que siempre serás un bebé al que hay que lavarle la cara y limpiarle el culo. Solo descansan cuando descansas y, aun así, vigilantes de la temperatura, te tapan y de destapan, te rascan donde te pica, te espantan la mosca sin necesidad de que despiertes.
Ahora, siguiendo las instrucciones generales, son anfibias y pasan el día en el agua. De Corea llega la idea de usar para manillas la mano no dominante (los diestros, la zurda; los zurdos, la diestra; los ambidextros, eeeeh) porque es muy difícil que te toques la cara con ella.
Las manos, como nosotros, están acostumbradas a ir a los sitios sin restricciones y el cerebro se ha vuelto un vigía de balcón que les grita "¡Dónde vas, sinvergüenza!"
Si se vuelve obligatoria la mascarilla y no la llevamos puesta nos dirán que vaya morro tenemos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me alegro que te gusten las crónicas de Javier. Son espléndidas . Abrazos
V