Paxarinos que vais cantando decirle a ella…
SAN JOSÉ, Víctor Manuel
SAN JOSÉ, Víctor Manuel
Ha tiempo, a la atardecida, los pájaros picoteaban el
balcón. Hogaño, sin embargo, reconocen de sobra el lugar y, despechados, no
posan en cercanías para hacerlo más lejos y arriba, sobre tres ramas, las
mismas todas las tardes, de un saliente arbóreo francisco. Sucede a
la caída solar, al contrario que en los amaneceres venatorios de Frígilis
y Quintanar, siempre que Oviedo incumple destino poético del LLOVIEDO de
Fernando Beltrán y aunque sea el topadizo “nunca llueve, orbaya”,
logro de García Pavón. Ninguno el jilguero, cuya acronía perpetua fijaba
Sarandeses a Avello en memorable carta a este periódico. Otras cómplices
manadas pasan, delante y detrás, pero los del ramal no se inmutan, por minutos
encogidos dontancredo; luego, ya el Campo oscurecido en espera de la unánime
noche, sin que parezcan contar las florituras navideñas de abajo, los
estorninos, mascotas de Mozart, se largan a parte inalcanzable.
En mi tiempo municipal, un edil denunció a otro colega
por eludir rigores rurales solicitando en Siones, Caces, OBSERVATORIO DE
MIGRACIONES AVIARES. Dilema: norma v. ardid picarón.
Las Caldas, Termas Altas, y
Siones estaban en el narrador clariniano a dos leguas y media del Poema en
Piedra Catedralicia; más cerca mis pájaros enramados, tampoco referenciados
por un tal Tomás Crespo, Frígilis, que, pasado siglo y pico, puede
haber fallecido, o resurgido en espíritu ONG tipo Greenpeace. Identidad de
recorrido y retorno de las escrituras modernas, escribas sagrados
titulaba el malogrado Mariano Arias. Desde luego, consta que, contra su
inseparable Quintanar, al darwinista y bondadoso Frígilis, con calle en Oviedo,
introducida por Canteli, EL BUENO, lo indultó el autor, y ni suena desaparecido
en las guerras, ya la incruenta del Desarme carlistón, la de Cuba-el genocidio MATANZAS,
topónimo de la novela, fue trescientos años antes-, o la In-Civil que
califica su señoría Salmón. Cupo el óbito en la gripe española ¡cualquiera
sabe entre innúmeras bajas y la superviviente Regenta y demás inmortales
personajes! Los entrometidos de Vetusta no mueren sino liquidados por necesidades
del guion (Quintanar, Barinaga…).
Los paxarinos, silentes, contra la poética de
Víctor Manuel; a lo más, centinelas fugaces en el Campo San Francisco, que hay
quien busca destrozar con restaurante de lujo y aditamentos. Gastronomías
depredadoras de Vegallana. ¡Peor LA FIESTA DEL CHIVO!
Hamlet optaría entre páxaros y pegote PAVO REAL: Ser o no ser. ¡Cuestión
de Ciudadanía y Naturaleza frente a cobarde crimen edilicio!
4 comentarios:
OTROS PERSONAJES MUEREN:DON CARLOSOZORES,¿ANNA?,LA MODISTA ITALIANA MADRE DE LA REGENTA...
Amigo Antonio: te cambio por los míos, humildemente, mis pájaros invernales. Y sigue nevando.
Con un abrazo, i
Vuelven los ojos al oro de la infancia y, afuera, nieva quedamente. En 1973, allá por mis ocho años, cruzábamos el río saltando sobre un tronco verdecido de musgo. En mis piernas etéreas alzaba el vuelo el ala del arcángel y, a izquierda y derecha, el agua helada era solo una imagen que, mucho después, se convertiría en metáfora. De Heráclito de Éfeso, a quien mi madre debe de haber invocado en alguna ocasión, recuerdo ahora aquella sentencia que cito de memoria: “hay, en todo, una armonía invisible. A quien escuche la voz del Logos le será dado ver que todo es uno”.
Poder escuchar la voz del Logos, que viene a ser igual que la voz de Dios, exige un largo viaje de regreso y, si hoy regreso a la infancia, es para volver a oír los rumores del agua, y a decir, con Horacio, que entonces no me veía obligada a jurar por la palabra de maestro alguno y, que, sencillamente, era un reo feliz de la tormenta. A esa tormenta pura, sin nombres ni atributos, he querido volver toda la vida, pero hoy, testigo del invierno, debo admitir que no me será dada la epifanía del líquen, el verdor genesíaco del alga innominada ni aquel pájaro azul que abrevaba en mi pecho como abrevan las grullas en el cuenco del alma.
Pero hoy he venido a hablar de puentes. Había uno a la entrada del pueblo y otro a la salida, de modo que no sería exagerado decir que el río ponía un primer lindero a nuestro mundo. Quien venga hoy al molino encontrará estructuras de madera sobre zapatas de hormigón, barandillas que nos asoman al misterio y alguna trucha “guardada” entre las piedras. Pero en la llama ardiente de los días sigue habiendo dos troncos verdecidos que señalan un mundo solidario, un mundo unánime, un mundo que resuena más allá de este mundo. El resto de mi historia, de cualquier historia, es asistir a la rotura de ese puente que une cielo y tierra y cuya herida no podrá restañarse con las argucias del lenguaje. Me pregunto, como lo hizo Eliot mucho antes que yo:
¿Qué son estas raíces que se aferran, qué ramas brotan
de esta basura pedregosa? Hija de hombre,
no lo puedes decir, ya que sólo conoces
un montón de imágenes rotas…
De entre esas imágenes rotas hoy quiero rescatar junturas imposibles, anillos, trabazones, amarraderas cósmicas, leyendas de sutura como la del Puente del Beso que, según se cuenta en la vecina Luarca, unía para siempre las cabezas de dos amantes. Recordar el puente del arcoíris ardiente, que, en la mitología nórdica, une la tierra con el cielo, el mundo de los hombres con el mundo de los dioses. Y como ascender y descender son parte del oficio de estar vivos, quiero recordar, también, ese otro puente de oro que, en el folklore escandinavo, hacía posible vadear la distancia, nunca infinita, que separa este mundo del mundo de los muertos. Los ejemplos son tantos como unánime resulta la imaginación humana. Los intérpretes del Corán hablan de un puente, el de Sirat, que hay que cruzar para llegar al paraíso y para cuyo tránsito la oración de la noche es un requisito imprescindible. Los seguidores de Zoroastro postularon la existencia de un puente del pilar amontonado o puente del juicio, el Cinvat, que todo muerto debería atravesar en su camino hacia la Casa del Canto.
Si el finado no se había comportado rectamente, el puente se estrechaba a su paso hasta tener el grosor de un cabello, la longitud infinita de la serpiente Ouroboros y el filo cortante de una navaja. Si, por el contrario, el alma acudía a su encuentro con Ahura Mazda libre de pecado, el firme se ensanchaba hasta alcanzar el tamaño de la Vía Láctea. Pero lo que más me ha conmovido siempre de la leyenda del Cinvat es la presunción de que, al amanecer del cuarto día de la muerte, nos sería dado ver a nuestra Daena, una imagen de la ley eterna que me recuerda las hechuras de una xana.
¿Habrá una ley eterna capaz de atravesar a salvo los puentes de la infancia? ¿Estaremos condenados a despojarnos de la palabra y volver, desnudos, “sine verba”, a esa inocencia sin mácula que un día iluminó la visión verdadera? Si así fuera, hoy volvería a atravesar los puentes de Boimouro y, con mis alas de arcángel, miraría la luz brillando a flor de agua, esa xana sin nombre que vuelve cada noche para borrar las palabras que escribo cada día.
Pájaros en Vetusta:
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